Pedro María, taciturno, cejijunto, vio alejarse su mujer e hijos, cuyos harapos adheridos a sus carnes fláccidas les daban un aspecto más miserable aún. Su primer impulso había sido seguirlos, pero la rápida visión de las desnudas y frías paredes del cuarto, del hogar apagado, del chico pidiendo pan, lo clavó en el sitio. Algunos compañeros lo llamaron, haciéndole guiñós expresivos, pero no tenía ganas de beber; la cabaza le pesaba como plomo sobre los hombros y en su cerebro vacío no había una idea, ni un pensamiento. Una inmensa laxitud entorpecía sus miembros, y habiendo encontrado un lugar seco se tendió en el suelo. Baldomero Lillo
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